Cómo redefinir el Ranking Universitario

A inicios del año 2020 el New York Times hacía notar que la crisis del Covid-19 había impactado con fuerza a un sector educacional que ya estaba altamente estresado «las escuelas y universidades están en problemas, problemas serios» decía… «Están agonizando sobre si dar la bienvenida a los estudiantes nuevamente a los campus de manera segura, o seguir replicando la experiencia educativa de manera imperfecta en línea. Se enfrentan a una drástica reducción de ingresos, severos recortes presupuestarios, guerras entre administradores y profesores e incluso demandas de estudiantes que quieren reembolsos por un año a todas luces descarrilado. Y una economía devastada deja sus misiones e identidades en el limbo, casi garantizando que más estudiantes se acercarán en el futura a la educación superior de una manera brutalmente práctica, como una vía de acceso al empleo y nada más».

Esto hace que la pregunta sobre la calidad y capacidad de una institución de educación superior para impartir programas con proyección real se haya vuelto primordial, no sólo para aquellos estudiantes que se enfrentan hoy a un nuevo año y la decisión de donde apostar el poco presupuesto familiar que la crisis les ha dejado, sino también para gobiernos que quieren entender dónde invertir los ya escasos presupuestos para hacer un impacto real en la educación y en el desarrollo local. Y no es que no haya sido una pregunta relevante en el pasado, de hecho, la proliferación de los rankings universitarios en los últimos años no es más que una muestra de la importancia de entender la calidad de una institución ¿pero son capaces estos rankings de darnos realmente la información que requerimos? Ya veníamos haciéndonos esta pregunta desde antes de la crisis.

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Un artículo del Economist en 2017 hacía eco de que sólo en América Latina había unos 20 millones de estudiantes, más del doble que a principios del siglo. La tasa bruta de matriculación había aumentado del 21% en 2000 al 43% en 2013, una expansión más rápida que en cualquier otra región en este período. Para satisfacer esa demanda, desde principios de la década de 2000 se habían abierto en la región más de 2.300 nuevas universidades o institutos cuya calidad y capacidad es y fue un misterio. La prueba es que a la fecha solo en Chile han cerrado más de 19 universidades, situación que ninguna de los rankings existentes (nacionales o internacionales) fue capaz de predecir, dado que estos trabajan sobre variables fácilmente manipulables y que poco dicen de la verdadera capacidad de la institución.

Por su parte, si damos una mirada desde el ángulo de las instituciones la realidad es que los incentivos están lejos de la calidad, las leyes de mercado a las que están sometidas las instituciones han creado un círculo vicioso; el costo del metro cuadrado entre infraestructura y profesores hace que las instituciones vivan en el límite, la competencia entre planteles desvía las pocas inversiones a elementos de marketing y captación de alumnos que poco aportan a la calidad pero que si influyen en el ranking, y los fondos públicos que históricamente han sido un pilar característico del sistema educativo son cada vez más escasos, y muchas veces mal asignados producto de la volatilidad y precariedad de la política que hace que el sistema completo esté a la deriva.

La realidad es que se vienen tiempos difíciles para la educación, las experiencias a distancia y blended que en sus inicios fueron improvisadas (y aceptadas como tal) este 2021 deberán planificarse con cuidado, el uso de la infraestructura, políticas de gastos, apoyo a los alumnos entre otros serán de primera relevancia, de lo contrario, los estudiantes huirán, aumentando drásticamente la deserción que ya es crítica, la educación en el hogar, entre otras, se convertirán en alternativas reales, la inscripción disminuirá y el sistema que ya se está quebrando terminará por colapsar.

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Fuente: Pexels

Adaptarse o morir; ese es el dilema que el COVID le ha planteado al sistema educativo, y no es trivial, hoy debemos pensar en instituciones ágiles, livianas, capaces de adaptarse y moverse junto con los tiempos, y estamos lejos de esa realidad. Un índice de transformación digital publicado por McKinsey ubica a las universidades en el lugar 14 de 22 en madurez digital, antecedido solo por industrias como gobiernos, construcción y agricultura. La transformación digital es EL indicador que hoy debemos mirar, es la forma en que podemos empujar los cambios, planificando y entendiendo desde los datos para luego adaptar los procesos y estructuras acorde.

¿Pero cuáles son esas instituciones que están preparadas para enfrentar estos cambios? Aquellos rankings que con entusiasmo hemos seguido en el pasado poco dicen de la capacidad de las instituciones para adaptarse a los nuevos tiempos, y no es extraño, estos fueron creados por esas mismas instituciones que se han sentado los últimos 50 años en el Top 10 y que dejan mucho que desear en términos de innovación. Nos preguntamos, ¿será posible redefinir la forma en que medimos a las universidades? Podríamos por ejemplo tener rubricas con niveles de adopción tecnológica, de agilidad, de inteligencia de procesos educativos entre otros, todos indicadores que a mi parecer dicen mucho más de una institución y de su riesgo basal que los criterios que hoy miden los rankings.

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