Educación superior en América Latina: ¿vale al paraíso o promesa rota? Los nuevos desafíos
Por Otto Granados Roldán
Consultor internacional en gestión y políticas educativas. Ha sido Secretario de Educación Pública de México.
Si los gobiernos, rectores, estudiantes, padres de familia, empleadores y, en general, la sociedad, quieren que la educación superior que reciben los jóvenes latinoamericanos siga siendo una vía para mejorar sus trayectorias personales y profesionales y para que los países crezcan de manera productiva y sostenible, van a tener que mover el paradigma.
No se trata solamente de los saldos que dejó la pandemia, que se van superando, en términos de deserción, pérdidas de aprendizaje, costos socioemocionales y contracción económica y del empleo, sino también, y más relevante, porque desde hace unos años el modelo tradicional de provisión de estudios superiores ha venido cambiando de manera irreversible. Por tanto, todos los actores involucrados en el sistema tendrán que afrontar los dilemas y desafíos que suponen las distintas revoluciones y crisis -tecnológicas, IA, económica, migración, inseguridad, violencia, fragmentación social y política, entre otras- y ser mucho más creativos para inventar el nuevo paradigma y acelerar la transición hacia lo que demandarán las próximas décadas.
-
Los puntos de partida
Diversos estudios e investigaciones que se presentaron en el marco de la Conferencia Mundial de Educación Superior 2022 de la UNESCO hicieron un ejercicio importante para recuperar la información más actualizada en la materia, incorporar una visión sobre los efectos de la pandemia, ofrecer algunas respuestas de política y plantear distintas recomendaciones para enfrentar —con una mirada incluyente y representativa— los nuevos desafíos académicos, tecnológicos, financieros y de gobernanza, internacionalización y movilidad para la educación superior y la ciencia en la región. Veamos.
Desde hace por lo menos treinta años la matrícula global de educación superior ha venido creciendo de manera sistemática hasta unos 235 millones de personas y se estima que en 2040, antes de descontar el efecto de la pandemia, podría llegar a 549 millones. Siguiendo esta tendencia, Iberoamérica aumentó a 33 millones de estudiantes, con una tasa bruta de matrícula de 52%, lo que quiere decir que —como región— se ha instalado ya en la fase que Martin Trow definía como de universalización de la educación superior. Y a pesar del estancamiento económico, probablemente seguirá creciendo si bien lentamente. En las actuales condiciones económicas y calculando conservadoramente la tasa de crecimiento de esa matrícula en 1% anual, podría tomarle al menos dos décadas a la región alcanzar el promedio actual de los países de la OCDE que es de 75.6%. ¿Es una mala noticia? No necesariamente: si se interpretan bien las señales, permitirá liberar energía y recursos para poner ahora un mayor acento en la exigencia de calidad, el acento en las nuevas disciplinas, la formación del posgrado, la investigación aplicada, y la producción y transferencia de conocimiento de alto nivel e impacto social asociado al bienestar de países y comunidades.
Otro dato positivo tiene que ver con la inclusión. Hoy, el 55% de la matrícula de educación superior lo forman mujeres, el 33% de los estudiantes procede de familias ubicadas en los tres quintiles más bajos por ingreso y 10% del más bajo, es decir, los más pobres de la región. Muy probablemente son los primeros en sus familias en acudir a una universidad. Finalmente, la tasa de retorno anualizada de la educación superior, según el Banco Mundial, es de 16% en América Latina y el Caribe, ligeramente más alta que el promedio global de todas las economías y la tercera más alta entre las seis regiones geográficas consideradas, aunque en algunas de ellas se viene estrechando. Todas estas son, sin duda, buenas noticias.
Sin embargo, cuando se contrasta esta fotografía con otros indicadores relevantes para analizar el impacto de la educación superior, entonces la imagen aparece más matizada. Por efecto del avance de las nuevas tecnologías, las brechas formativas en competencias y habilidades y la automatización, así como por el envejecimiento demográfico, el incremento de flujos migratorios y desde luego la pandemia y sus efectos sobre la economía, las trayectorias profesionales y laborales de los egresados se observan más complejas. Por ejemplo, la tasa de desocupación juvenil en América Latina y el Caribe llegó en 2021 al 24% y en el grupo específico de 15-24 años a casi 46%, de acuerdo con un estudio de CEPAL. Por su parte, a nivel global, el 69% de los empleadores dicen tener problemas para cubrir vacantes.
-
Los retos: ¿es la educación o es la economía?
Las respuestas a esas tendencias y claroscuros son múltiples y pueden estar tanto por el lado de la oferta como de la demanda (o en ambos) pero una de ellas es que la “promesa del título” ya no es automática o, al menos, no para todos ni para cualquier campo de conocimiento, institución o sector laboral. Y probablemente una de las razones es que la estructura, orientación, calidad, duración o pertinencia de los programas universitarios tradicionales demandan pasar a un nivel más alto de exigencia para responder a las necesidades cambiantes de economías relativamente más diversificadas como las que se presentan ya en algunos países -Brasil o México, por ejemplo- o bien para contribuir a la solución de los problemas que Rafael Reif, el antiguo presidente del MIT, ha llamado super complejos —cambio climático, ciudades, energía o ciencias de la salud— que no tienen una sola respuesta correcta ni una línea de meta clara; donde hay múltiples partes y actores interesados y prioridades opuestas, o carecen de un liderazgo único facultado para resolverlos, y así producir consecuencias positivas en el crecimiento real y la mejora de las condiciones de vida.
La otra cara de la cuestión tiene que ver, precisamente, con la complejidad de las economías. Las universidades no funcionan en el vacío sino dentro de un ecosistema que recibe y aprovecha (o no) lo que producen -talento, investigación y conocimiento- para crear un círculo virtuoso entre educación, economía y sociedad. En este triángulo, el balance no luce por ahora prometedor. Si bien, como hemos visto, la expansión del sistema de educación superior es mayor que el promedio mundial y la matrícula crece al igual que la oferta sobre todo por la participación del sector privado, también es cierto que la región ha padecido un estancamiento económico y productivo prolongado. Por un lado, la región ha tenido un crecimiento promedio de solo 0.8% (2014-2023), menos de la mitad del 2% promedio de los años 80; es decir, esta será una segunda década pérdida. Por otro, un estudio muy reciente de la consultora McKinsey mostró que desde principios de la década de 1980 la tasa de crecimiento de la productividad de América Latina ha sido en promedio de sólo 0.4% anual, una quinta parte del promedio en las economías en desarrollo a nivel mundial, y representa apenas el 38% de la productividad promedio de la zona OCDE. Como consecuencia, mientras que las economías emergentes comparables de Asia y Europa del Este han experimentado un rápido crecimiento económico real per cápita, en América Latina sigue siendo mediocre, más del 50% del empleo es informal y probablemente apenas un 5% de sus establecimientos económicos son empresas grandes.
En el mejor de los casos, podría estarse presentando una paradoja cruel: que las buenas universidades estén formando talento de excelencia para los países equivocados. O, dicho con una metáfora: es como fabricar un vehículo de la mayor calidad, sofisticación, lujo, modernidad y precio para ciudades que no tienen carreteras o están en pésimo estado.
-
Nuestras universidades: concentración de matrícula, empleabilidad, habilidades y competencias, y competitividad.
Ahora bien, ¿la universidad asegura el éxito para los egresados? No. El tiempo en el cual la mera posesión de un grado o título era probablemente el pasaporte para todo lo demás, se acabó. Por un lado, la tasa de retorno que ofrezca dependerá de la especialidad cursada, la calidad y reputación de la institución educativa y desde luego el desempeño, talento y capacidad del egresado. Pero, por otro, será decisivo el grado de absorción de este capital humano que muestren las economías nacionales, el cual estará sujeto a sus niveles de productividad, innovación y diversificación, como apunté previamente. En este aspecto, la región tiene enormes desafíos. El Bloomberg Innovation Index 2021 arrojó que entre las 60 economías más innovadoras del planeta, de la región solo aparecen Brasil, Argentina y Chile en las posiciones 46, 51 y 54, respectivamente. Por su parte, el índice Global Innovation Index de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual, que clasifica 132 países y economías en 80 indicadores relacionados, reporta que en 2021 se presentaron 19.8 millones de solicitudes de patentes, registro de marcas y diseños industriales. De ellos, Asia representó el 68.4%%; América Latina, en cambio, supuso únicamente el 1.1% (Cuadro 1).
En segundo lugar, aunque no hay datos agregados sobre empleabilidad de los egresados universitarios para el conjunto de la región, un informe de la OEI (2019) mostró que el desempleo juvenil en América Latina era ya de 19.8%, y en algunos países en particular, como México, la desocupación desagregada por nivel de instrucción supera el 30% en el caso de quienes tienen educación superior. Las hipótesis al respecto son varias, desde luego. Unas sugieren que hay un exceso de oferta de egresados y una alta concentración en áreas tradicionales del conocimiento (55% están en ciencias sociales, humanidades y administración, contra 25% en la zona OCDE) que el mercado laboral no puede absorber; otras plantean que existen brechas de perfiles y calidad que dificultan contratarlos. Lo más probable es que sea una combinación de ambas causas a las que ahora hay que añadir, por un lado, la contracción económica, y, por otro, que la recuperación del empleo, si la hay, se dará más rápidamente entre el personal no universitario y en sectores económicos de bajo valor agregado. (Cuadro 2).
En tercer lugar, muchos de los egresados entran al mercado laboral con brechas importantes de habilidades y competencias que las empresas deben subsanar con el consecuente impacto sobre sus costos. Por ejemplo, 7 de cada 10 de empresas (según OCDE, World Economic Forum y Manpower) identifica falta de personal calificado como una “restricción significativa” y 75% de las empresas consultadas para otro reporte reciente de la OEI (2020) dijo que tenían que instrumentar programas de re-skilling o up-skilling que son complejos y costosos. (Cuadro 3).
Y finalmente, las universidades de la región continúan exhibiendo déficits de calidad que les restan competitividad a nivel global. En el ranking del Times Higher Education 2023, que evalúa 1799 universidades de 104 países, no hay una sola institución latinoamericana entre las primeras 100 mejores del mundo; en cambio, hay 19 asiáticas dentro de ese rango.
Frente a ese panorama, es muy orientador lo que dicen los empleadores porque ofrece pistas del tejido laboral en el que se tienen que mover los egresados. Por ejemplo, en una encuesta aplicada en 2020, 33 empresas multinacionales de capital iberoamericano declararon que los perfiles más difíciles de encontrar son ingenieros en sistemas, tecnologías digitales, analistas de datos, programadores, especialistas en ciberseguridad y en transformación digital; en cambio, los más fáciles de contratar son los administrativos, financieros, comerciales y legales. Y otro estudio de la OCDE señaló que 8 de cada diez nuevos empleos se ubican en áreas como tecnólogos manufactureros, expertos en TIC´s, finanzas, desarrollo urbano, big data, salud, biotecnología, robótica y servicios. Este abanico de opciones constituye, claramente, una robusta área de oportunidad.
-
La mutación del modelo educativo
Para afrontar ese panorama, hay que empezar por ser realistas y tratar de imaginar el futuro. La educación del mañana tenderá a dar mayor flexibilidad y atención a las características personales del alumno; a desarrollar las inteligencias múltiples de cada uno; fomentar las habilidades para trabajar en equipo y comunicarse en ambientes laborales crecientemente tecnificados; formar destrezas más o menos bien desarrolladas y un grado importante de iniciativa y creatividad personales.
Será una educación multicultural, adquirida a toda hora y en cualquier lugar, dentro o fuera de las aulas, de manera presencial y a distancia, y fomentará microcredenciales y microcertificaciones a la medida de las particularidades e intereses del individuo. Probablemente las carreras universitarias serán menos especializadas y más bien van a combinar contenidos de diferentes disciplinas curriculares para acomodarse a necesidades sociales y productivas más flexibles y complejas o a la solución de problemas multidisciplinarios como el medio ambiente, el agua, el funcionamiento de las ciudades, la energía y las ciencias de la vida. Los grados escolares convencionales serán meras referencias formales, pues la gente cambiará de área de conocimiento y de trabajo varias veces durante su vida útil y requerirá, por lo tanto, aprender a lo largo de toda ella.
En suma, las diversas crisis, revoluciones y áreas de oportunidad no han hecho sino confirmar la mutación de un modelo y si las universidades latinoamericanas quieren navegar —y, de hecho, sobrevivir— con éxito en un siglo XXI tan desafiante, la comunidad educativa entera deberá promover cambios estructurales y sistémicos profundos para insertarse y competir en la sociedad futura, que será una sociedad del conocimiento.
-
El futuro ya no es lo que era: algunas conclusiones
Como la educación transita entre un modelo que no acaba de morir y otro que no acaba de nacer, es urgente promover una conversación sensata y realista, pero también innovadora y visionaria sobre cómo construir un sistema mucho mejor para la educación superior y la ciencia que responda a las diversas necesidades de los países en estas primeras décadas del siglo XXI.
Hay al menos cuatro premisas sobre las cuales conviene reflexionar. La primera es que el crecimiento sostenido de la economía dependerá del aumento en el valor agregado de la producción nacional y la mayor competitividad que logren los países en la generación de bienes y servicios. La segunda es que ese crecimiento impulsará y a su vez será impulsado por la transición hacia una economía basada en el conocimiento y la innovación, incorporando los avances tecnológicos para transformar la manera en que generamos riqueza, crecimiento, equidad e inclusión productiva. La tercera es que para avanzar hacia esa economía el desarrollo de talento será el factor crítico. Y la cuarta es que la construcción de un nuevo círculo virtuoso entre educación superior, sociedad y economía dependerá de promover una disrupción en el actual modelo educativo.
De esas premisas, algunas son particularmente críticas. Una es trabajar en el rediseño integral del marco normativo y operativo de los sistemas de gobernanza de las instituciones de educación superior, que faciliten un crecimiento sano y sostenible y respondan a los cambios y necesidades presentes y futuras. Si, como se dice con humor negro, “la sociedad tiene problemas, la universidad tiene departamentos”, entonces esta modernización debe impulsar una nueva noción de autonomía de gestión, acompañada de mayor transparencia, evaluación independiente y externa, sellos de calidad y rendición de cuentas, así como de mecanismos y procedimientos de gestión más eficientes, flexibles y ágiles para sistemas complejos como los establecidos en las universidades de la región.
Otra consiste en admitir una realidad pura y dura: a corto y mediano plazo, los gobiernos no destinarán recursos financieros adicionales a la educación superior y a la ciencia. Entonces ¿cómo enfrentar ese reto? Habrá que pensar en fórmulas para que el diseño, la asignación y la ejecución del gasto educativo cambie, por un lado, su estructura basada habitualmente en el crecimiento de la matrícula y del personal y en indicadores macroeconómicos, y, por otro lado, para incluir un conjunto de metas y resultados que se pretendan alcanzar, acordados con las universidades y asociados a objetivos multianuales y concretos a partir de criterios de calidad, pertinencia, eficiencia, inclusión, equidad y alineamiento con los objetivos de desarrollo sostenible. Una mayor y mejor inversión en educación debe considerar la creación de incentivos para orientar recursos fiscales y privados destinados exclusivamente a la inversión de capital en investigación, desarrollo e innovación medidos a través de estándares internacionales. Un nuevo modelo no será sostenible sin una reingeniería en el sistema de financiamiento público y privado de la educación superior y la ciencia.
Y una más es abordar la construcción, de manera transparente y consensuada con las universidades, de una nueva generación de indicadores que ahora, además de los rubros acostumbrados de acceso, permanencia, titulación y egreso o del factor de impacto de la investigación a partir del número de citas y publicaciones, incluyan variables como inserción y trayectoria laboral y salarial de los egresados; reducción de brechas de habilidades y competencias; generación de patentes, marcas y diseños; transferencia y aplicación de conocimiento o soluciones a problemas concretos, entre otras, y que vayan gradualmente asociadas a nuevos incentivos y fórmulas de asignación de recursos presupuestales que premien e incentiven a las universidades con mejor desempeño en esos criterios.
Como puede advertirse, la agenda es muy compleja y su abordaje no será fácil ni rápido desde el punto de vista político, económico e institucional. Pero si América Latina quiere participar de manera más potente, productiva, justa, incluyente y competitiva en la economía global debe hacerlo con una estructura más sofisticada que genere bienes y servicios de mucho mayor valor agregado, contenido tecnológico y científico, y capacidad de innovación basada en el conocimiento.
En ese horizonte, la educación superior, la ciencia y su espacio natural, las universidades, están obligados a jugar un papel central.